In Memoriam... Miguel.
Dicen que
el ocio es la madre de todos los vicios, como si cada uno de estos fuese a ser
paridos por un momento de esparcimiento y descanso. Se debió haber aclarado que
cualquier extremo dentro del ocio, como lo puede ser el no trabajar, hace a la
fertilidad de un estado vicioso; pero para ello es necesario que se cumplan una
serie de circunstancias que, sumadas den como resultado que un hecho se
convierta en hábito, y este sea malo para la salud física, mental o espiritual
como para que se considere un vicio. Además habría que analizar si tal hábito
es realmente perjudicial, o si encierra un beneficio que ponga en dudas su
maldad para la persona o el ambiente.
Pero aún
queda más, porque un supuesto vicio se le cataloga como tal, si incumple las
normas y leyes de la sociedad, y allí entraríamos a juzgar si esta es la que
queremos como lugar de socializar, o por el contrario que no apetezca nuestras
expectativas.
De hecho
sabemos que al nacer la aprobación a ese conjunto de leyes de convivencia, es
tácita, y con total sumisión aceptamos que se nos moldee de acuerdo a las
exigencias preconcebidas, en función de preservarnos como buenos habitantes de
la sociedad humana.
Claro que
podemos disentir con holgura si la sociedad que suponemos humana, la analizamos
desde los diferentes puntos de vista, ya que no serán las mismas normas para la
sociedad occidental y medianamente cristiana, comparada con la también
occidental pero no cristiana de los musulmanes o la tribu Himba de Namibia, África,
donde su Dios es Mukuru, o la Mursi que son animistas y suelen llevar platos de
arcilla en sus labios y orejas.
Por lo
tanto que haya nacido en occidente no me hace ser parte de los Mursi y de los cristianos
a la vez, ya que sus leyes difieren bastante.
Así fue
que nací en occidente, en una sociedad cristiana, con leyes dadas para un país
emergente y con posibilidades de acceso al mundo de los europeos y
estadounidenses, amén de los de mi sector sudamericano.
Desde el
primer momento de vida, esta estuvo signada por las costumbres y reglas de una
sociedad que tiene al trabajo como una obligación irrenunciable, el
reconocimiento de un Dios único y Todopoderoso, que tiene algunos nombres en su
haber. También de modo tácito acepté premisas como: “El trabajo dignifica al
hombre”, “Las mujeres son el sexo débil”, “Los precios de los artículos siempre
tenderán al alza”, “El dinero es el motor del progreso” y la “Gente blanca son mejores
que los de piel oscura o semi-oscura”
A los pocos
años, cuando recién me relacioné con el mundo externo, llegó la religión para
ponerme nuevas normas como; “A Dios hay que reverenciarle con sacrificios”, “jamás
tomar el nombre de Dios en vano”, “No negar al Espíritu Santo”, “Los pastores
son los que te guían hacia una vida eterna, y solo ellos”, “A Jesucristo le
debemos el poder arrepentirnos y renacer bautizados” y similares cantinelas que
solo iban cercando la libertad con que había llegado aquí.
Tras la
religión con sus tijeras de castrar, apareció la escuela y todo tipo de
sistemas de enseñanza que ponían nuevas normas, cercenando el deseo de verse
libre para admirar la naturaleza o contemplar las estrellas, sin que haya de
por medio un riguroso sentido de comprobación, análisis y resultado.
Mientras
la rebeldía crecía silenciosamente en mi cuarto personal; allí se gestaban las
acciones y estrategias que se llevarían a cabo cuando los tiempos fuesen
propicios.
Esperaron
agazapadas las muy desconsideradas sin dar señales de su existencia, y un día,
el menos deseado y sin previo aviso, irrumpieron en mi persona provocando múltiples
reacciones, entre ellas la de negar todo lo conocido, despreciar los sistemas
impuestos, rebelarme contra las leyes y normas de cualquier sociedad, sea
occidental, oriental o centrista, mofarme de los que seguían al líder, que a su
vez seguía a un ejemplo, que marchaba al ritmo que le imponían desde más
arriba, y los que eran los superiores en su creencia, pero que para mí no
representaban nada, o menos que nada.
Ese fatídico
día para la sociedad, planté mi propia bandera, establecí mis fronteras, marqué
las diferencias, hice fortaleza para resguardarme de los ataques y me aislé de
los que pensaban igual, actuaban igual, creían igual. Me fui.
Como primer
acto dejé a un lado mis paradigmas incrustados en mi mente, les abandoné junto
a la ropa que llevaba puesta, segundo acto fue gritar proclamando mi única
libertad, la libertad total de hecho, expresión y vida; tercer acto consistió
en tirar la pirámide de Maslow con las necesidades humanas, los diagramas de
flujo con los vectores psicológicos deseados, los compromisos varios que
estaban debidamente asentados en miles de papeles que aseguraban mi existencia,
romper todo pacto en el que no haya sido debidamente informado con
anterioridad; cuarto acto fue convertir mi vida ordenada en una supervivencia
caótica donde no había pasado, ni futuro, solo el día presente y bajo la supervisión
de mi ego más profundo, el súper yo que rescaté del sillón del último de los
sicoanalistas que me visitó.
Luego de
haber revisado que todas las acciones se habían llevado adelante como lo
previsto, me fui a tomar un refrescante helado, que por supuesto no pagué, solo
lo elegí como saludable para que cumpliese su función y nada más.
Me senté
en el bordillo de la acera contento, feliz de mi nueva situación y de haber
roto con todas las cadenas sociales que me ataban. De allí en más el ocio sin
vicios sería una manera de dignificarme sin el peso del trabajo, ni la perpetua
mirada de un Dios por encima de mí.
La tarde
era calurosa, ya que estaba en pleno verano. El helado me resultaba delicioso y
refrescante. Sentado en el bordillo la alegría me inundó y comencé a reír.
A los
tres meses me dejaron ir a visitar con un acompañante, a un querido compañero
de labores y debates alocados sobre el sentido de la vida.
Subí las
escaleras hasta la planta tercera e ingresé en su oficina.
Él se
levantó de su sillón con una sonrisa y los brazos listos para contaminarse de
mí.
Fue entonces
que le dije:
- Don Monda,
estos solo quieren que no pensemos.- y le abracé.
Él me
apretó en su pecho y dijo al oído:
- Miguel,
nunca dejes de pensar, porque ese día moriremos juntos.-
Miguel
sufrió el encarcelamiento de un instituto psiquiátrico por espacio de diez
años. Un día enfundó su mandolina y desplegó sus alas, tomando un frasco
completo de antidepresivos.
Al fin
fue a la tierra sin leyes ni pactos, esa que el ser humano ha mistificado para
detentar poder y nada más, con lo simple que es el universo…
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